Arturo Marvill 29 enero, 2024
Jaime Munguía ha vivido los últimos años de su carrera en un limbo difícil de entender. Mediático, imán en la taquilla, de condiciones aptas para el espectáculo, el tijuanense de 27 años supo ser campeón mundial cuando apenas tenía 21 años –en 2018, tras vencer a Sadam Ali–. Su nombre se metió rápidamente en la conversación del boxeo mexicano. Tenía los argumentos para convertirse en una estrella.
Pero el manejo de Óscar de la Hoya, su promotor, lo llevó por caminos lejanos a la excelencia deportiva. Munguía, campeón mundial en peso superwelter, pasó por la siguiente división, peso mediano, sin enfrentar a ningún campeón. Y cuando fue evidente que ya no podía seguir en esa división, porque llegaba muy desgastado a los pesajes, dio el salto al peso supermediano. Una frustración: perder la oportunidad de ser campeón en la categoría mediana. Una oportunidad: llegar a la división con más retos posibles.
Munguía tuvo sólo una pelea en 2023. Fue ante Sergiy Derevyanchenko. Drama y espectáculo. Estuvo muy cerca de perder, pero reaccionó en el último suspiro del combate para derribar al ucraniano, ganar la decisión, y mantener intacto su récord (42-0 entonces, ahora 43-0 con 34 nocauts). Aquello fue una dura advertencia. Después de al menos dos años de enfrentar a rivales a modo, la factura tenía un costo muy alto: contra rivales de nivel cercano a la élite, como Derevyanchenko, no habría forma de maquillar su estancamiento. Ni hablar de los titanes de la división: Canelo Álvarez, David Benavidez y David Morrell.
En agosto pasado, un cambio sorprendió al entorno boxístico: su llegada al gimnasio de Freddie Roach, entrenador de culto, arquitecto de la carrera de Manny Pacquiao. Fue así que Munguía puso fin a su relación laboral con Erik Terrible Morales. Con él como entrenador, Munguía perdió explosividad. El argumento fue que debían mejorar su defensa. Sin embargo, el peleador seguía encajando golpes que evidenciaban un déficit en su preparación. Perdió pegada sin ganar protección. Con Roach, en el combate ante John Ryder del pasado sábado, se vio al Munguía de los primeros años: frontal, fajador, con los puños listos para impactar al menos pestañeo. Un espectáculo para los fans que buscan acción.
Pueden decir algunos que es otro Munguía, aunque en realidad es el primer Munguía, el de 2018 y 2019. Las cuatro veces en las que derrumbó a Ryder lo demuestran. En los rounds dos, cuatro y nueve (este último en dos ocasiones), el mexicano envió al piso al rival al que Saúl Canelo Álvarez no pudo noquear en mayo pasado (Álvarez lo tiró una sola vez). Cuando la esquina de Ryder decidió parar la pelea, un veredicto común etiquetó la pelea: Munguía había lucido más que Canelo ante el mismo rival.
Son caminos que debería cruzarse en algún momento. Desde hace cinco años, por lo menos, sus nombres han estado mezclados para formalizar una pelea que haría las delicias de la afición mexicana. Munguía no dudó en hacer un llamado a su paisano: “Sería una gran pelea entre mexicanos. Y si nos da la oportunidad Canelo, será un honor compartir el ring con él”, fue el mensaje para el tapatío. Álvarez volverá al ring en mayo de este año, pero todavía no se conoce al rival.
Munguía ha dado un paso adelante en su carrera con esta victoria. Lo necesitaba después de tanto tiempo de incertidumbre. Con Roach en su esquina, el progreso tendría que ser constante. Ha hecho un cambio adecuado, aunque todavía persisten los puntos que se le han cuestionado en el pasado: recibió golpes de Ryder, producto de una defensa deficiente, los cuales, propinados por otros peleadores, podrían ser letales. Pero Jaime Munguía, de cualquier modo, ha salido de la penumbra para asomar su cabeza al mundo de la gloria boxística, ese que tanto evadió. No más