Era una perfecta mañana soleada de fin de verano en Nueva York, de cielos totalmente despejados. Pero el 11 de septiembre de 2001 acabó por convertirse en la jornada más oscura de la mayor ciudad de Estados Unidos.
Una serie de atentados islamistas coordinados dejaron casi 3 mil muertos y cambiaron el rumbo de la historia. Poco antes de las 08:00 de la mañana, 19 yihadistas, la mayoría de Arabia Saudita, abordaron cuatro aviones en aeropuertos de Boston, Washington y Newark, cerca de Nueva York. Llevaban cuchillos, permitidos entonces si la hoja era de menos de 10 centímetros.
En el sur de Manhattan, cientos de empleados ya estaban en sus oficinas en Wall Street, donde se alzaban las Torres Gemelas, de 115 metros de altura, cuando a las 08:46 horas el vuelo 11 de American Airlines que había despegado de Boston hacia Los Ángeles, secuestrado por cinco yihadistas, se estrelló entre los pisos 93 y 96 del edificio norte. Los 87 pasajeros y tripulantes murieron en el instante, así como centenares de las 50 mil personas que trabajaban en el World Trade Center (WTC), símbolo del poderío económico estadunidense.
Muchos quedaron atrapados por encima del piso 91, sin acceso a escaleras de emergencia. Joseph Dittmar, un experto en seguros basado en Chicago, estaba a esa hora en una reunión con decenas de corredores de seguros de todo el país en el piso 105 de la torre de enfrente, el edificio sur del WTC.
Nadie «vio nada, ni sintió nada, solo la luz vaciló», contó Dittmar casi 20 años después.
A las 08:50, el presidente George W. Bush, de visita en una escuela primaria de Sarasota, Florida, fue alertado de lo que se asumió inicialmente como un accidente. Dittmar contó que tras un llamado a evacuar la torre sur, todos bajaron al piso 90 y al mirar por la ventana quedaron aterrados.
«Fueron los peores 30, 40 segundos de mi vida (…) al ver esos enormes agujeros negros en el edificio, llamaradas rojas como nunca habíamos visto en nuestras vidas, volutas de humo gris y negro que salían de esos agujeros. Vimos muebles, papeles, gente que se precipitó al vacío (…) cosas aterradoras, terribles. Tenía tanto miedo», recordó entre lágrimas.
Se estima que entre 50 y 200 personas saltaron o cayeron de ambas torres. Dittmar decidió salir del edificio por la escalera, una decisión que le salvó la vida.
El chef Michael Lomonaco emerge del centro comercial subterráneo del WTC y ve horrorizado la torre norte en llamas. A último momento, había decidido pasar por la óptica para cambiar los cristales de sus gafas, antes de subir a su trabajo en el piso 107 de esa torre, en el famoso restaurante Windows on the World. «Podía ver personas agitando manteles blancos desde las ventanas» del restaurante, recuerda. «Veía manteles y servilletas, era terrible, terrible». Como Dittmar, Michael creía que se trataba de un accidente.
«En algún momento, entre el piso 74 y 75» la caja de la escalera «comienza a oscilar violentamente, los pasamanos se desprenden de la pared, los escalones ondulan bajo nuestros pies como olas en un océano, sentimos una pared de calor, olemos combustible», recuerda.
Eran las 09:03 y el vuelo 175 de United Airlines con 60 pasajeros y tripulantes, además de cinco terroristas, que había despegado de Boston con destino a Los Ángeles acababa de estrellarse contra los pisos 77 a 85 de la torre sur del WTC, justo encima de ellos, provocando una explosión gigante.
Muchas personas que estaban desalojando el edificio quedaron atrapadas en los ascensores y por encima del piso 85. «Estados Unidos está bajo ataque», le susurra a la oreja de Bush su jefe de gabinete. Al llegar al piso 31, Dittmar y un puñado de compañeros de infortunio se cruzaron con bomberos y rescatistas que corrían escaleras arriba.
«Su mirada lo mostraba, sabían que no regresarían», dice. Dittmar demoró unos 50 minutos en llegar a la planta baja y luego caminó hacia el norte con un colega en medio de los escombros cuando de repente, a las 09:59, escuchó el ruido ensordecedor del derrumbe de la torre sur.
Y casi instantáneamente «el grito de decenas de miles de personas» en pánico, testigos de la tragedia televisada en directo al mundo. Al Kim, un paramédico de 37 años, se preparaba para acoger heridos en el hotel Marriott, frente al WTC, cuando escuchó un ruido tremendo y se lanzó bajo una camioneta estacionada bajo un puente para protegerse.
La torre sur se desplomó en 10 segundos, matando a más de 800 civiles y rescatistas que estaban en la zona. La polvareda era tan inmensa que Kim quedó en total oscuridad. «No puedo creer que vaya a morir así», pensó. Cuando consiguió salir de allí, «tan lejos como abarcaba la vista, la devastación era total.
No podía respirar de tan acre que era el aire. Recuerdo utilizar mi camiseta para taparme la boca. No podía ver mis manos junto a mi cara», contó casi 20 años después, al recorrer emocionado por primera vez la explanada del Museo y Memorial del 9/11, a pasos del puente que podría haberse desplomado pero que se mantuvo firme y le salvó la vida. Con los ojos heridos, cejas y vías respiratorias quemadas y el cuerpo cubierto de una gruesa capa de cenizas, escuchó la voz de dos colegas, los ubicó y los tres se tomaron de la mano «como niños de escuela».
Así avanzaron en la oscuridad total, entre escombros y llamas. Escuchaban alarmas que sonaban sin parar. No lo sabían aún, pero eran los sensores de decenas de bomberos enterrados bajo los escombros, que se activan si no hay movimiento durante un cierto tiempo. Media hora antes, a las 09:30, ya informado del ataque contra la segunda torre, Bush había calificado los atentados de «tragedia nacional». «El terrorismo contra nuestra nación no prevalecerá», dijo.
En el Pentágono, el cuartel general del departamento de Defensa situado en Arlington, Virginia, Karen Baker, una experta en relaciones con la prensa del ejército que entonces tenía 33 años, ya sabía a esa hora que los ataques contra el WTC no habían sido un accidente, pero se sentía «en el lugar más seguro del mundo».
Caminaba desde la cafetería del Pentágono hacia su escritorio cuando el vuelo 77 de American Airlines que había despegado del aeropuerto de Washington Dulles hacia Los Ángeles con 59 pasajeros y tripulantes a bordo, secuestrado por cinco yihadistas, se estrelló contra la fachada oeste del edificio de concreto reforzado. Eran las 10:15 de la mañana.
«Fue una explosión fuerte y luego sentimos un temblor», recuerda. «Pensamos entonces que era una bomba». A las 09:58 de la mañana, Edward Felt, pasajero del vuelo 93 de United Airlines que había despegado de Newark, Nueva Jersey, con destino a San Francisco, logra encerrarse en el baño y llamar al teléfono de emergencias 911 para denunciar que su avión fue secuestrado por cuatro yihadistas que se apoderaron de la cabina y desviaron la nave hacia Washington D.C. Fue una de las últimas de 37 llamadas de móvil hechas por pasajeros y tripulantes a familiares desde el avión secuestrado.
Otro pasajero, Jeremy Glick, logró explicar a su esposa en tierra que los pasajeros votaron y decidieron asaltar la cabina, pero que aguardan sobrevolar una zona rural para actuar. «¿Están listos? Vamos», dice otro, Todd Beamer, mientras habla por teléfono con un interlocutor en tierra. El enfrentamiento fue breve: cinco minutos después de la llamada de Felt, a las 10:03, el avión se estrelló a 900 kilómetros por hora contra una colina arbolada cerca de la pequeña comunidad de Shanksville, en Pensilvania, a 20 minutos de la capital estadunidense.
Gordon Felt, hermano de Edward, se hallaba en el campo, al norte de Nueva York, trabajando en una colonia para jóvenes autistas. Casi 20 años más tarde, en el lugar donde cayó el avión y donde se construyó un memorial en un inmenso parque, recuerda que cuando se enteró de que Edward estaba en el avión secuestrado le dejó un mensaje en el contestador de su celular.
«Ed, cuando aterrices llámanos, estamos inquietos». Unas horas más tarde, su cuñada le llamó para decirle que no había ningún sobreviviente, y pidió a Gordon dar la terrible noticia a su madre.
A las 10:28 de la mañana colapsó la torre norte del WTC, envuelta en llamas durante 102 minutos. El entonces alcalde de Nueva York, Rudy Giuliani, llama a la calma desde la zona de los ataques y ordena a la población evacuar el sur de Manhattan a las 11:02 de la mañana. Miles de residentes y trabajadores de la zona comenzaron entonces a marchar a pie durante horas por calles y carreteras hacia el norte de Manhattan o cruzando puentes hacia Brooklyn.
Decenas de ferris, yates y barcos pesqueros acuden al rescate para evacuar a cientos de miles de personas por el río Hudson hacia Nueva Jersey. A las 12:16 del mediodía las autoridades decretaron el cierre total del espacio aéreo tras despejar del cielo estadunidense a más de 4 mil 500 aviones.
Durante varias horas los rescatistas y bomberos se afanaron en hallar sobrevivientes de los atentados entre los escombros. Al Kim y otros rescatistas consiguieron salvar al bombero Kevin Shea, enterrado entre los escombros y gravemente herido. Fue el único sobreviviente de los 12 miembros de su brigada. Hacia las 12:30 horas, un grupo de 14 personas fue rescatado de la torre norte, donde quedó protegido por un pedazo de escalera que milagrosamente no se derrumbó. El último rescate exitoso tuvo lugar al mediodía del 12 de septiembre.
El chef Lomonaco intenta hacer una lista de los empleados que estaban en el restaurante en el momento de la tragedia. Muchos no responden. Tras varios días se enterará de que eran 72, de un total de 450. Ninguno sobrevivió.
Bush fue evacuado desde la escuela primaria de Florida a la base aérea de Barksdale, en Luisiana, a las 13:04 horas, y colocó a las fuerzas armadas en «estado de alerta máxima». Más tarde fue trasladado a otra base aérea en Nebraska, y finalmente fue autorizado a regresar a la Casa Blanca, en Washington D.C., hacia las 19:00 horas.
Su vicepresidente, Dick Cheney, que estaba en la Casa Blanca cuando ocurrieron los ataques, fue evacuado de la residencia presidencial en la mañana y llevado a un búnker.
Dittmar, que halló refugio en el apartamento de una amiga, solo piensa en una cosa: irse de Nueva York. Finalmente consigue tomarse un metro repleto de gente al final de la tarde, la circulación fue reanudada tras una paralización total de una hora y media, y llegar a la estación de trenes Penn Station, donde compra un billete a Pensilvania, donde viven sus padres.
En el tren todo el mundo está en silencio, nadie dice una palabra. Cuando Dittmar, de 44 años, llega a las 19:00, su madre le abraza y acaricia el cabello. «Era exactamente eso lo que precisaba en ese momento».
Está exhausto y se pierde el discurso de Bush a las 20:30 de la noche, que anuncia un saldo previsorio de «miles de muertos». Finalmente serían 2 mil 753 víctimas en Nueva York, 184 en el Pentágono y 40 en Shanksville.
«Estamos buscando a quienes cometieron estos actos malvados (…) No haremos distinciones entre los terroristas que cometieron estos actos y quienes los protejan», dijo Bush.
Al llegar a su casa esa noche tras cruzar un Washington acordonado por las fuerzas del orden, Karen Baker comenzó a digerir la enormidad de lo ocurrido al abrazar a su marido y a sus dos hijos.
«La pura tensión los había llevado al límite y estaban llorando. Se desmoronaron. Eso fue realmente duro de ver», contó. El paramédico Al Kim permaneció entre los escombros de las torres hasta la noche, cuando una ambulancia lo llevó hasta su trabajo en Brooklyn.
Condujo a su casa aún cubierto de polvo de pies a cabeza por calles completamente desiertas, con las luces de emergencia en el techo del coche para que la policía no lo detuviera. Al llegar, se emocionó. «Era muy tarde, la mitad de la noche. Me duché. Y al día siguiente temprano en la mañana estaba de regreso, había mucho que hacer, y muchos funerales a los que acudir».